18 de octubre de 2008

textos para actividades 01



EL CIEGO QUE SOMOS

La poesía debe ayudar a ver al ciego que somos. Aprender a ver con su ayuda requiere de un duro entrenamiento. Paul Auster, que fue poeta y siguió siéndolo aunque abandonase el ejercicio de escribir en verso, nos da una lección ejemplar. Auster, sin anunciarnos en nada que la poesía rondará, introduce
un texto dentro de otro texto, la pieza encaja a la perfección dentro del conjunto, esa sorprendente novela titulada “El palacio de la luna” y quien nunca leyó poesía e incluso desprecie el género el pasaje seguirá resultándole placentero sin sospechar nuestra lectura. Si tomamos el texto en forma aislada se convierte en lección. Es bueno recordar que de pasajes como el que entregamos a continuación se enriquese la obra de Auster, no sólo novela, no sólo hechos, sino preocupaciones, incertidumbres, certezas que expone de una manera magistral y nos narran en su inmovilidad esencial otra historia dentro de la historia.


















No tardé mucho en aprender a manejar la silla de ruedas. El primer día hubo algunas sacudidas, pero una vez que aprendí a inclinarla en el ángulo adecuado para subir y bajar los bordillos, todo fue como una seda. Effing pesaba poquísimo y empujarle apenas suponía esfuerzo para mis brazos. En otros aspectos, sin embargo, nuestras excursiones me resultaban muy difíciles. No bien salimos, Effing empezaba a dar bastonazos en el aire, preguntándome qué objeto estaba señalando. En cuanto se lo decía, insistía en que lo describiera. Cubos de basura, escaparates, portales: quería que le hiciera una descripción precisa de estas cosas y si yo no conseguía encontrar las palabras con suficiente rapidez para satisfacerle, estallaba en un ataque de cólera. –¡Maldita sea, muchacho –decía–, use los ojos que tiene en la cara! Yo no veo nada y usted se pone a decir estupideces como «un farol corriente» y «una tapa de alcantarilla absolutamente vulgar». No hay dos cosas iguales, idiota, cualquier cretino sabe eso. Quiero ver las cosas que estamos mirando, maldita sea, ¡quiero que usted me las haga ver! Era humillante recibir semejante regañina en medio de la calle, quedarse allí parado mientras el viejo me insultaba y la gente volvía la cabeza para ver quién armaba tal escándalo. Una o dos veces estuve tentado de marcharme y dejarle allí, pero la verdad era que a Effing no le faltaba razón. Yo no hacía bien mi tarea. Me di cuenta de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. Ahora me encontraba arrojado a un mundo de particularidades y el esfuerzo por evocarlas en palabras, por transmitir los datos sensoriales inmediatos, suponía un reto para el que no estaba bien preparado. Para conseguir lo que deseaba, Effing debería haber contratado a Flaubert para que le paseara por las calles, pero hasta Flaubert trabajaba despacio, a veces tardaba horas en escribir una sola frase perfecta. Yo no sólo tenía que describir las cosas con exactitud, sino que tenía que hacerlo en cuestión de segundos. Más que nada, detestaba las inevitables comparaciones con Pavel Shum. Una vez, cuando estaba resultando particularmente difícil, Effing habló de su amigo muerto durante varios minutos, describiéndolo como un maestro de la frase poética, inventor sin igual de imágenes adecuadas y asombrosas, estilista cuyas palabras revelaban milagrosamente la verdad palpable de los objetos. –y pensar –dijo Effing– que el inglés no era su lengua materna... Esa fue la única vez en que le respondí en lo referente a ese tema, pues me sentí tan dolido por su comentario que no pude contenerme. –Si le interesa otro idioma –dije– , estaré encantado de complacerle. ¿Qué le parece el latín? Le hablaré en latín de ahora en adelante, si quiere. Mejor aún, le hablaré en latín vulgar. Así no tendrá ninguna dificultad en entenderlo. Era un comentario estúpido, y Effing me puso rápidamente en mi sitio. -Cállese y hable, muchacho –dijo–. Cuénteme cómo son las nubes. Descríbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta donde alcance su vista. Para poder hacer lo que Effing me pedía, tuve que aprender a separarme de él. Lo esencial era no sentirse agobiado por sus órdenes, sino transformarlas en algo que yo hacía por gusto. No había nada inherentemente malo en aquella actividad, después de todo. Considerado de la forma adecuada, el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar al mundo como si lo descubriera por primera vez. ¿Qué vez? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era la distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro. En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la tierra a la luna. Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía, ¿cómo podía tener dificultad en describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la arena, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furioso y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mi descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaba. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso yo tenía que hacerlas desaparecer no bien pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso lo permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosas que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo, por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las críticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi silicio, el látigo con el que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro de que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.


AUSTER- COLLODI

(De la invención de la soledad) “Cuando la marioneta recobró el sentido, no podía recordar dónde había estado. A su alrededor todo era oscuridad, una oscuridad tan densa y tan negra que por un momento pensó que lo había sumergido de cabeza en un tintero.” Esta es la descripción que hace Collodi de la llegada de Pinocho al vientre del tiburón. Hubiese podido hacer una comparación mucho más vulgar, como “una oscuridad negra como la tinta”, una trillada figura literaria que sería olvidada al instante de haberla leído. Pero aquí hay algo más, algo que va más allá de la cuestión de la buena o mala literatura (y ésta obviamente no es mala). Observemos con atención: Collodi no hace comparaciones en este párrafo, no emplea las expresiones “como si fuera” o “igual que”, no establece ni una correspondencia ni un contraste entre una cosa y la otra. La imagen de completa oscuridad sugiere automáticamente la imagen de un tintero. Pinocho acaba de entrar en el vientre del tiburón y todavía no sabe que Gepetto está allí, así que durante un breve instante todo parece perdido. Pinocho está rodeado por la oscuridad de la soledad. Y es en esta oscuridad donde tiene lugar el acto creativo del libro, el lugar donde al final el títere encontrará valor para salvar a su padre y por lo tanto convertirse en un niño real.
“Su cuento es una búsqueda de la infancia Perdida)
De una Reseña


ESE INSTANTE PROXIMO A LA CONCIENCIA DE EXISTIR.
“LA MESA DE CAFÉ Y OTROS POEMAS”
PABLO ANADÓN
AMG EDITOR- Logroño – España

“La luz de la cocina en la mañana” No está mal diría Antonio Machado, oculto tras la voz del profesor Mairena. No está mal como le decía a aquel que tradujo la pretensiosa frase “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” a la expresión poética: “lo que pasa en la calle”. No se trata de medianías ni escasez de recursos, se trata de convicciones: la poesía es aquello que nos sucede, aquello por lo cual somos: La luz de la cocina, la mesa del café, las flores del lapacho. De todo esto nuestro lenguaje da cuenta desnuda y sin artilugios. “Lo que una mañana/ cualquiera mira un hombre/ cualquiera...” No está mal, el desafío de la poesía que no embiste ni se oculta en juegos verbales, la poesía que no ostenta, la que se despoja de todo efecto, quizás la más ardua poesía: la línea llana de la vida: con sus pobrezas e imposibilidades o, llegado el caso, cifrando sus esperanzas en un inapresable resplandor como en el poema “invierno” donde la mejor herencia reservada a los hijos resulta “un poco de calor y un resplandor/ que a lo mejor les duren, ya olvidados,/ para toda la vida.” Pero aún alguien podría preguntarse si todo es “Pan, aceite y cebolla” entonces qué, que son esos poemas sobre “...nada que en verdad que valga/ la pena de contar en un poema” y por si no queda claro se trata precisamente de hondura, se trata precisamente de tener qué decir lo que permite abordar esos pobres temas y salir airoso, hacer poesía de dónde otro desdeñaría toda posibilidad, y una acotación más, la poesía de P.A. desliza un saber sin sobresaltos, tanto que no es mucho pretender denominarlo sabiduría “...un vago sentimiento/ de gratitud por ese instante próximo/ a la conciencia de existir” Cabe destacar del autor publicaciones de los últimos años como “El astro disperso –Ultimas transformaciones de la poesía Italiana” Ediciones del Copista, Libro donde sobresale como traductor y crítico de una poesía de la cual es un gran conocedor, resaltando el hecho de que entre 1987 y 1994 vivió en Italia dónde cursó estudios Literarios (Florencia) y se desempeño como catedrático (Cosenza). Además el presente año ha sído Antólogo de “Señales de la nueva poesía Argentina” publicado en España, Selección de poemas que es precedida por un breve aunque sustancioso enfoque la actual poesía de nuestro país.

R D Malatesta

No hay comentarios: